Presentado
en "Monologueando", diciembre de 2016
Biblioteca Silvina Ocampo, UNNOBA
Biblioteca Silvina Ocampo, UNNOBA
¡Cómo
cambian las cosas! A veces pienso que era más feliz cuando era un
empleaducho; cumplía mi horario y me iba a mi casa lo más pancho,
sin preocupaciones ni nada que decidir. Hasta Encargado estaba bien;
el sueldo me alcanzaba, revisaba el trabajo de todos... pero las
decisiones las tomaba el jefe. Yo me lavaba las manos. A mí me
parecía un boludo, pero claro, es fácil criticar cuando estás
abajo.
Eso
lo supe después. Cuando lo despidieron yo saltaba en una pata. Me
acuerdo que le pagué la liquidación final sin pesar, como un
trámite más. ¡Qué hijo de puta! Ahora lo comprendo. Ahí empezó
la fiesta. Me llamó el Gerente para anunciarme que sería el Jefe de
Personal y Rosa sería la nueva Encargada. Cuando yo ingresé, Rosa
ya trabajaba. La verdad, le hubiera correspondido a ella el cargo,
pero no daba que una mujer fuera Jefa de Personal de una empresa tan
grande. Tuve que mentalizarme que ahora era el Jefe. Nada de
boberías; yo estaba para exigir y mandar. Eso me producía un
placer... hasta que Rosa me bajaba el ego.
Esa
mujer me podía, me sacaba de quicio. Tan simpática, tan
desordenada, pero a la vez tan eficiente. Siempre podía contar con
ella, aunque tuviera que trabajar doce horas estaba al pie del cañón.
Me daba bronca que manejara información que yo no tenía. La gente
la buscaba a ella; su oficina parecía un confesionario. Entonces
ahí, yo le gritaba: ¡Rosa! ¿podés venir ahora? y le preguntaba
por tareas que, sabía, no estaban hechas. Pero ella no se
inquietaba, al contrario, me decía: “Tranquilizate, llegamos bien
con todas las liquidaciones”. No sé cómo podía trabajar tan
desorganizada; le pedías algo y te abría una carpeta con doscientos
papeles y te daba el que necesitabas. No sé cómo hacía. Se mataba
de risa de mí cuando abría el cajón de mi escitorio y veía que
tenía las biromes acomodadas por color. Llegaba tarde todos los
días... pero no podía decirle nada, si todo el trabajo se cumplía
en tiempo y forma porque ella se ponía la oficina al hombro.
A
mí me tenían miedo, a ella la querían. Muchas veces pensaba: ¿qué
haría sin ella? Nunca se lo dije porque un Jefe es un Jefe. Sé que
me critican, pero no saben lo que es estar acá; el precio es muy
alto. Rosa estaba siempre contenta; cuando me veía bajoneado me
traía un café, y con ese don tan especial me daba su punto de
vista y así, yo me sentía más seguro al tomar una decisión.
Y
ahora estoy haciéndole la liquidación final a Rosa, a Rosa... cosas
de la Gerencia; tiene que ingresar la hija del director de Marketing.
¡Qué voy a hacer sin ella, mi mano derecha, la opinión justa!...
La abrazo fuerte y lloro. Me pregunto si la defendí lo suficiente.
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